Comentario
Las reformas militares emprendidas por Diocleciano no son realmente sino una adaptación y una reorganización de los medios de defensa adecuados a las nuevas necesidades del Imperio. Incluso algunos principios inherentes a la carrera militar en esta época no fueron sino la confirmación y consolidación de tendencias anteriores: así la autonomía (es decir, la independencia entre la carrera civil y militar) y las absolutas posibilidades de promoción que permitían que el último soldado pudiera ascender a los mandos más elevados: prefecto de legión, dux o jefe de la milicia.
La necesidad de contar con un ejército fuerte que garantizase la defensa del Imperio frente al invasor extranjero pero, al mismo tiempo, que reafirmase que el Imperio no descansaba en un emperador elegido en un momento de arrebato militar y fácilmente reemplazable, fueron las razones que impulsaron la política militar de Diocleciano.
Aunque se discute sobre cuánto se ampliaron los efectivos militares, lo cierto es que Diocleciano, como mínimo, duplicó el número de soldados. Luttwak eleva el número de legiones a 67 ó 68, de las cuales 35 al menos serían añadidas a las ya existentes por Diocleciano. No se conoce con exactitud el número de soldados que componían las legiones en esta época. Ciertamente sus efectivos eran más reducidos que los del Alto Imperio, pero superiores a los mil hombres que componían los batallones de los siglos posteriores. Aun cuando las vexillationes o cuerpos de caballería (que comprendían a unos 500 hombres cada una), fueron destacados de las legiones, quedando éstas más debilitadas, la estimación del número de efectivos que nos parece más probable es de 3.600 hombres aproximadamente en cada legión. Probablemente, el número de efectivos militares totales superase los 400.000, aunque algunos historiadores reducen la cuantía hasta los 300.000 y otros la elevan a 500.000.
El ejército de campaña lo constituían los comitatenses que, a partir del 297, Diocleciano y sus colegas formaron con las mejores tropas. Este era el ejército móvil que acompañaba a cada emperador en sus empresas militares.
El sistema de defensa de las fronteras fue uno de los objetivos prioritarios de la tetrarquía. Pero además, las propias fronteras fueron remodeladas. Así los puestos avanzados que implicaban mayor riesgo fueron abandonados y se procedió a utilizar como elementos fronterizos, siempre que fuera posible, los ríos, los sistemas montañosos o los desiertos. Esta búsqueda de la seguridad llevó a Diocleciano a no sacar todas las ventajas posibles de la victoria de Galerio sobre los persas sasánidas en el 297 y conformarse con la antigua frontera establecida por Septimio Severo, pese a que al otro lado de la frontera Roma contaba con algunas satrapías. Para dar mayor consistencia a esta frontera, Diocleciano utilizó la vieja táctica romana de establecer relaciones clientelares con los Estados vecinos, en este caso: el reino de Armenia y de Iberia, en el Cáucaso.
En las fronteras Diocleciano no sólo se limitó a modificar o reparar las antiguas fortalezas defensivas, sino que procedió a construir un sistema defensivo que implicaba la seguridad de amplias zonas capaces no sólo de resistir el empuje invasor, sino de proteger las líneas de comunicación interior y las poblaciones allí establecidas. Todas estas zonas fronterizas fueron reforzadas militarmente: las alae de caballería y las cohortes pasaron a ser fuerzas estacionarias, así como muchas legiones (al menos dos en cada provincia fronteriza) constituyendo una línea de fortines independientes a lo largo de las fronteras.
Las vexillationes no estaban estacionadas y en caso de peligro se desplazaban para intervenir. Además, pasó a constituirse una milicia de civiles voluntarios establecidos en las zonas fronterizas, que eran campesinos-soldados, los limitanei. Éstos, que no estaban sujetos a la disciplina ni a las obligaciones militares, sino incorporados a la defensa de las fronteras a través de la prestación de un juramento, dependían de la autoridad del gobernador provincial o praeses. Mientras estos limitanei actuaron apoyando la acción de las legiones y de las fuerzas móviles o auxilia, su papel no dejó de tener cierta importancia. Cuando en épocas posteriores se encontraron, en muchas zonas fronterizas, como única milicia territorial, su capacidad, ya no ofensiva, sino incluso defensiva fue generalmente inútil.
El incremento de la maquinaria militar implicó el aumento de los impuestos, ya que se hacía necesario subvenir a sus necesidades. La annona militaris era el impuesto destinado al mantenimiento del ejército. Generalmente se pagaba en especie, como ya se venía haciendo desde la época de Septimio Severo. Este sistema tenía la ventaja ocasional para el ejército de que, durante los períodos de inflación, les permitía evitar que su paga consistiera en dinero devaluado. Por el contrario, obligaba al Estado a construir grandes almacenes (mansiones) en los que los soldados cambiaran sus recibos por su correspondiente ración de trigo, vino, aceite, etc. o, si lo preferían, los transformaran en dinero.
Todo el desarrollo administrativo y militar suponía un aumento de gastos considerable y permanente, así pues, fue necesario proceder a una profunda reforma de las finanzas y del sistema fiscal sobre el que descansada la burocracia y la defensa del Imperio.